Durante más de medio siglo, los pagos internacionales se han movido al ritmo de dos nombres omnipresentes: Visa y Mastercard. Sus redes, construidas para un mundo analógico y luego adaptadas a la era digital, siguen procesando buena parte de las transacciones que ocurren a diario, desde compras en línea hasta operaciones entre empresas multinacionales. Nada parecía capaz de desafiar su hegemonía.

Hasta que, sin declaraciones ruidosas ni campañas masivas, comenzó a emerger un competidor improbable: un tipo de dinero digital conocido como stablecoin. Lo que hace apenas unos años parecía una tecnología marginal dentro del mundo cripto, hoy se discute en reuniones de bancos centrales, informes de consultoras globales y mesas ejecutivas de corporaciones financieras. No es un movimiento revolucionario en apariencia, pero sí profundo en sus implicancias. Une a un dólar digital que viaja sin fronteras con una arquitectura técnica capaz de mover dinero a cualquier hora y en cualquier lugar.

A diferencia de Bitcoin, las stablecoins se diseñaron con una ambición distinta: ser aburridas. Mantener su valor pegado al dólar y moverse rápidamente entre usuarios. Esa estabilidad, más que cualquier narrativa de disrupción, permitió su expansión inicial. Para millones de personas fuera del sistema bancario tradicional, estos dólares digitales ofrecieron algo que la infraestructura financiera no siempre garantizaba: acceso inmediato, liquidez constante y costos más bajos para enviar dinero entre países.

Según McKinsey, las stablecoins ya mueven cientos de miles de millones de dólares cada mes, especialmente en transacciones internacionales donde los intermediarios tradicionales suelen añadir capas de demora y comisiones elevadas. El Fondo Monetario Internacional, en un análisis reciente, sugiere que estos instrumentos pueden facilitar la inclusión financiera en regiones donde los bancos no llegan o donde acceder a dólares físicos es difícil. En varios países, ese simple hecho ya las ha convertido en una herramienta cotidiana.

Los gigantes del sistema de pagos tomaron nota. Visa ha comenzado a experimentar con liquidaciones usando stablecoins emitidas bajo estándares regulatorios, y Mastercard ha impulsado pilotos que permiten pagar en comercios tradicionales utilizando monedas digitales respaldadas por dólares. No se trata de una incorporación total a sus redes, pero sí de señales inequívocas: las empresas más influyentes del mundo en materia de pagos están adaptando su infraestructura a la posibilidad de que una parte del futuro del dinero se mueva en blockchain.

Mientras tanto, en la academia, economistas y tecnólogos intentan interpretar un fenómeno que avanza más rápido que los modelos teóricos. Una serie de estudios recientes concluye que las stablecoins funcionan con eficacia como medio de pago, sobre todo en transacciones internacionales donde la velocidad y la disponibilidad permanente son determinantes. Pero advierten que su estabilidad depende de factores que van más allá del software: requieren reservas verificables, gobernanza transparente y supervisión regulatoria. La banca central europea ha sido especialmente clara en este punto: una moneda estable solo lo es si puede garantizar liquidez incluso en escenarios de estrés financiero.

El consenso que emerge entre investigadores y analistas es que el futuro no se perfila como un reemplazo total, sino como un modelo híbrido. Es probable que sistemas tradicionales y monedas digitales coexistan, cada uno cumpliendo funciones distintas. Deutsche Bank describió esta fase como un “plateau”: un momento en que la tecnología está lista, pero su adopción masiva tropieza con barreras culturales, regulatorias y técnicas. A fin de cuentas, las redes de pago establecidas poseen un activo que ninguna blockchain ha logrado replicar todavía: aceptación universal. Millones de comercios, terminales, instituciones financieras y usuarios acostumbrados a un sistema que funciona, aunque no siempre con la velocidad o el costo deseados.

Sin embargo, la expansión de las stablecoins es real y responde a necesidades tangibles. En América Latina, donde las remesas, la inflación y las restricciones de acceso al dólar moldean la vida financiera cotidiana, estos activos se han convertido en una alternativa concreta. Permiten enviar dinero a otros países en minutos, proteger ahorros de la devaluación o pagar servicios internacionales sin depender de horarios bancarios. Tres factores que, combinados, explican por qué la región adopta estas tecnologías más rápido que los mercados desarrollados.

Frente a este panorama, la pregunta que domina la conversación no es si las stablecoins reemplazarán a Visa o Mastercard, sino cómo convivirán. Las redes tradicionales ya están integrando tecnología blockchain donde resulta útil. Los bancos centrales evalúan marcos regulatorios y modelos de emisión digital que les permitan participar en la evolución del dinero. Y los usuarios, en última instancia, elegirán las herramientas que les ofrezcan mayor claridad, menor costo y más eficiencia.

La transformación, al contrario de las revoluciones financieras del pasado, no avanza con estridencia. Se mueve despacio, como una corriente subterránea que presiona desde abajo la arquitectura del sistema. Lo que está emergiendo no es un sustituto, sino una integración: un ecosistema en el que lo tradicional y lo digital coexisten, se complementan y moldean juntos la próxima generación del dinero. En ese paisaje que se dibuja sin prisa pero sin pausa, las stablecoins no son una amenaza para el orden existente. Son el anticipo de un futuro que, lentamente, empieza a instalarse.